13.8.09

Al pie del olmo viejo

Faltaba poco para llegar, su instinto se lo decía. Era la primera vez que volvía al lugar donde nació, donde comenzó su vida, perra vida, cargada de todas las cosas malas que pueden sucederte cuando no perteneces a una familia adinerada, o con suerte, a una que más o menos te permita no padecer demasiado.
Desde aquel día en que tuvo que abandonar a su familia, harto del maltrato, del hambre, de pasar las noches al raso, temeroso de que cualquier enemigo pudiera acabar con él, o que el frío terminase por congelarlo, no había vuelto por allí.

Habían pasado muchos años, seguramente era el único todavía con vida, aunque muy poco faltó en varias ocasiones para que la muerte lo acogiese bajo su lecho. Prueba de ello era su maltrecho ojo izquierdo, por el que no veía más que figuras borrosas, haciéndole más difícil aún la existencia. Fue en una de tantas peleas que no pudo rehusar, por más que quisiera, pues la comida no la regalan en estos tiempos que corren, y su instinto de supervivencia nunca le había permitido rendirse.

Estaba cansado, sin duda. No era capaz de determinar cuánto faltaba hasta aquel árbol que le vio nacer. ¿Cómo estaría ahora? Lo recordaba grande, ancho, frondoso, con una inmensa copa y denso follaje. ¡Qué buena sombra! Solía pasar los días veraniegos, de intenso calor, cobijándose bajo aquel mudo amigo. Era quizá el único buen recuerdo que guardaba de aquella tierra, junto al de su madre defendiéndolo siempre ante el señor de la casa. Las palizas acababan llegando, tarde o temprano, por mucho que ella tratase de impedirlo, pero al menos lo intentaba. Fue una buena madre. Y ahora estaba tan cansado...

Continuó su viaje alejado del camino, escondido entre árboles y matorrales, otra lección aprendida a base de golpes. Los caminos son peligrosos, siempre hay maleantes al acecho de cualquiera que pase confiado, listos para emprenderla a palos porque es lo único que les queda. La cojera formaba parte de su vida hacía varios años; no le dolía, pero le era imposible caminar correctamente.

El sol se ponía, pronto sería noche cerrada, pero no le preocupaba. Ya no había miedos ni temores de juventud. Toda la crueldad padecida a lo largo de los años lo había hecho fuerte. Tampoco dormía apenas. Durante mucho tiempo fue incapaz de conciliar el sueño a causa de las horribles pesadillas en las que recreaba una y otra vez todo lo malo que le había ido sucediendo, marcándolo a fuego en lo más hondo de su ser. Se acostumbró a no pegar ojo y ahora no necesitaba más que echarse un rato a recuperar el aliento, lo suficiente para relajar los músculos y poder continuar.
¿Podría ver a alguno de sus hermanos?

A la luz del alba distinguía la colina destino de su viaje; el árbol no le pareció más grande de lo que él recordaba, quizá porque al no tener ni una hoja se veían claramente sus esqueléticas ramas. Faltaba muy poco.

La casa no era sino un amasijo de piedras amontonadas. No comprendía qué había sucedido allí, cómo era posible que aquel caserón ya no estuviese en pie. A pesar de que no tuvo los privilegios necesarios para poder disfrutar del cobijo de aquellas paredes y techo, sí les guardaba cierto apego.
Estaba claro que no quedaba nadie. Probablemente el señor de la casa habría muerto, y a consecuencia de ello, su familia tuvo que marcharse. Volvió la cabeza hacia el olmo y se dirigió hacia él.

Algo lo perturbaba. Sabía que bajo aquel viejo árbol terminaban sus penurias. Ningún otro amo volvería a pegarle. Tampoco tendría que pasar más hambre, ni le importarían la ceguera, la cojera, el frío de las noches de invierno. Había llegado hasta allí y podía descansar tranquilo, esperando la muerte, que por fin vencería. Pero una sensación recorría su huesudo cuerpo. Olisqueó un poco la tierra y tuvo la certeza de que al pie de aquel enorme tronco yacía su madre. Quién la había enterrado era un misterio para él. Dudaba de que su primer amo fuese capaz de un gesto como ese, dado que parecía no importarle nada ni nadie, pero quién sabe. Quizá con su madre fue diferente. De hecho, no recordaba que le hubiese dado nunca una paliza.

Fuera como fuese, sólo tenía que echarse y aguardar, paciente, al pie del olmo viejo.

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